Bueno basta ya de intentar esconderlo. Hace ya dos semanas que volví a pasar bajo las puertas de la «excelencia» y retomé mis clases en la Carlos III. La primera clase me dio en la cabeza como un martillo cuando entró el profesor y se presentó en inglés con un fuerte acento andaluz diciendo algo así como «gud mornin. My name is Ignacio but yu can col mi Nacho. Welkom back to class». Ya se me había olvidado lo que era estudiar una carrera en inglés con profesores españoles. Suspiré y me acomodé en mi asiento. Pasaron los días y me di cuenta de que me movía sistemáticamente, como un zombie. Sin ganas, ni entusiasmo. Me costaba dormir, y en consecuencia levantarme pronto. Iba a clase sin prestar atención, dormitaba mientras el profesor hablaba, bueno, más bien, me quedaba totalmente sopa allá donde aposentaba mi culo. Tras una serie de especificas pruebas, el diagnóstico no podía ser más claro: tenía Depresión post-Erasmus.
A estas alturas ya todos debéis saber que este curso pasado he estado de Erasmus en Nottingham, Reino Unido. Ahora miro atrás y pienso en las razones que me llevaron a elegir ese sitio y me dan ganas de darme un collejón que ni Sole de 7 vidas. Pero por suerte, ha sido un año que espero que se quedé en mi memoria durante muchos, muchos años.
Me remonto a octubre, pidiendo el Erasmus, entregando tantos papeles que sentía que estaba vendiendo mi alma al diablo, exámenes de inglés, y rezar a todas las deidades imaginables para que me diesen mi primera opción. Llegaba marzo y me daban Nottingham y no me lo podía creer. Ahí es cuando empieza lo bueno. (Aun más) papeles y más papeles, buscar piso o residencia, leerte mil foros por no poder controlar la emoción y las ganas de que llegase el momento, buscar un vuelo asequible y desistir en el intento. Y por fin llegaba a mi ciudad tras 6484826253 horas de viaje con una madre emocionada a mi lado que no dejó de sermonearme todo el fin de semana.
Recuerdo como si fuese ayer el día en el que mi madre y yo llegábamos a 219 de North Sherwood Street. Una pequeña casa adosada de lo más inglesa. Nos abrió Lucy, quien me enseñó toda la casa y hasta como funcionaba el horno, nos dio el teléfono de una empresa de taxis, el horario y la dirección del Asda más cercano. Y para allá que nos fuimos mi madre y yo a comprar un edredón y almohadas, para a medio camino darme cuenta de que se me habían olvidado las llaves y tener que pasar mi primera noche en un hotel aleatorio.
Y así empezaba mi año Erasmus. Un año en el que aprendí tantas cosas que creía que nunca podría ser más sabia que como lo fui entonces. Cosas como que se puede sobrevivir a base de fideos chinos, que el Tesco es muy caro y consecuentemente, que el Aldi no está tan mal, y su vino Baron St. Jean de £2 puede ser una opción de lo más viable, que compartir baño con otras tres chicas no es tan horrible como parecía que iba a ser y que en Inglaterra hay más acentos que kettles.
Los primeros días vas a todos los eventos para Erasmus que había (porque ofrecían comida gratis), y todo era un poco incómodo, pero a la vez te bañan en sonrisas. Te presentas a la gente e intentas entablar conversación, cosa que no siempre funciona. Al principio todo mola, es nuevo y brillante, y hasta la mismísima Inglaterra parece relucir, ni siquiera se echa de menos tu casa, con la comida de mamá, y que la ropa apareciese mágicamente limpia, planchada y doblada (bueno, eso puede que sí). Pero aprendes que ya nadie te va a regañar cuando tu cuarto está desordenado, y aun así te gusta más tenerlo ordenado, que los cacharros no se friegan solos y que si se te olvidaba sacar la basura podía dar paso a un par de días de encuentros incómodos y notas pasivo-agresivas en la casa.
Pero de repente sin haberte dado cuenta estás mirando vuelos para volver y páginas para mandar cajas. Y la última semana te das cuenta de que esto se acaba y sientes una especie de vacío que no sabes como arreglar. Porque es verdad, de Erasmus conoces a gente increíble, y te independizas (relativamente) y te lo pasas tan bien que no crees que puedas pasártelo igual nunca más. Yo sabía que iba a echar de menos a mis compañeras de piso y nuestras noches viendo X Factor, que iba a echar de menos poder ir andando a cualquier sitio, que todos viviésemos a 20 minutos (como máximo), los desayunos, las cenas en Wetherspoons y los viajes improvisados de un día. Iba a echar de menos la universidad y a algunos de los profesores que he tenido que han sido brillantes (no, Adri, no hablo de Gail), y un largo etcétera. Y sí, echo de menos todo eso y ya han pasado cuatro meses desde que volví, pero estoy contenta de estar de vuelta. Se que nunca voy a volver a Nottingham, pero no lo necesito para ser feliz, porque los amigos que he hecho ahí van a estar conmigo, y la felicidad que da volver a casa no es comparable con nada.
En cuanto vi a mi madre en el aeropuerto corrí a sus brazos entre lágrimas, y el ver a tus amigos de siempre y comprobar que nada ha cambiado, y el tomarte una cerveza con su tapa no tiene precio (bueno, unos 2€). Solo hay que darse cuenta de que la experiencia es tan genial por su fugacidad, y que es la actitud lo que cuenta. Quien dice Erasmus dice cualquier otra experiencia parecida. Todas las vivencias son pequeñas lecciones que van contribuyendo a nuestro crecimiento personal. Se acaba una y se empieza otra. Y no por eso el estar en casa es menos emocionante, y hay que saber sacarle el máximo partido posible.
Así que ¿Depresión post-Erasmus? No, gracias.